Entradilla

Alas, plumas, fantasía, ganas de volar y de volver a mi planeta...

sábado, 9 de diciembre de 2017

COMO MUJER EN EL AGUA




El amor y el repudio carecen de importancia para el verdadero poeta, pues sabe que el mundo avanza de derecha a izquierda y los hombres de izquierda a derecha. Es la ley del equilibrio.
Vicente Huidobro. Manifiesto tal vez.




Habían anunciado lluvia para esa mañana, la radio lo repetía insistentemente desde las siete y media, pero a Martina nada le hacía no sentirse tan impermeable como siempre.
“Impermeable“ la palabra clave del año. Impermeable era lo que, según el psicólogo de Martina, definía su actitud ante los hombres, ante la gente en general.
_ Inalcanzable. Tienes esa pose misteriosa que después de un tiempo de conocerte deja de ser interesante para cualquiera porque denota total desinterés sobre la vida de los demás. No eres tan especial, Martina. Si quieres ser feliz vas a tener que cambiar y acercarte a tus semejantes.
Esto le había dicho el doctor la tarde anterior después de otra monótona sesión que no le había desvelado nada sobre sí misma.
Realmente tampoco entendía por qué se empeñaba en seguir acudiendo a sus citas con ese loquero sin talento, quizá por hábito, quizá porque el día del pago de cada mes coincidía con los días previos a su periodo y las hormonas actuaban como catalizador de la esperanza y la fe en que su problema sería más sencillo si alguien la ayudaba a sobrellevarlo.
¿Pero qué problema tenía? Su único pero era que seguía soltera a los 40 años. Y realmente no era ese el problema, se sentía orgullosa de todo lo que había hecho hasta entonces. Muchas cosas había visto, oído, producido en su vida y todas las recordaba con meticulosidad, con respeto completo por el tiempo que había pasado y que ya nunca volvería.
¿Cuál era pues su problema? Si es que tenía alguno, seguro que era el miedo. Un simple sentimiento humano poco útil en el día a día, pero que de un tiempo a esta parte le ocupaba cada vez más espacio en el pensamiento.
A veces, se sentaba en la mesa que tenía frente a la ventana, la mesa de pensar, la única de todo el piso que no tenía ningún aparato electrónico encima, sólo unas flores frescas y, de vez en cuando, un gato durmiendo la siesta. Se sentaba allí con un cuaderno y un boli que no todas las veces usaba, pero que en ocasiones le servían para hacer listas de cosas positivas y cosas negativas, intentando encontrar la causa de un absceso de angustia más fuerte de lo normal.
_ En fin, problema es todo aquello que tiene solución, si no la tiene, entonces no es un problema, es un hecho que hay que aceptar, conocer, para convivir con él.
La alarma del móvil sonó como siempre a las ocho y media. Esa era la hora de salir corriendo a la estación.
_ Debería levantarme antes, pero bueno, mañana lo intento.
Aquella mañana la angustia apareció muy pronto. Cuando se puso el abrigo impermeable, cogió el bolso y salió de casa, su estómago era ya una bola de plomo tan densa que parecía a punto de un big bang. Casi no podía respirar, pero seguía adelante como siempre, porque aunque dolía, encontraría algo con lo que entretenerse en el camino. Puso música en su móvil y salió de casa corriendo por el camino habitual hacia la estación.
Aunque en ese momento no llovía, había grandes charcos en la calzada, algunos difíciles de esquivar. Tendría que dar una buena excusa en el trabajo para llegar tarde por tercera vez esa semana, pero había que proponerse unos rodeos complejos de resolver para evitar aquellas masas de agua.
De repente, un salto mal calculado la llevó al centro de uno de los charcos más profundos de la calle. El cuerpo de Martina se preparó inconscientemente para hacer pie enseguida y sintió una punzada imaginaria en los músculos de la zona lumbar. Pero no pasó nada. No notaba el suelo, sólo una especie de vacío, sintió el pleno peso de su ser en un espacio desconocido, el de la gravedad. Y luego un ligero frío que empezaba a escalar por sus piernas, que subía, puesto que ella no se había preparado para percibir la energía de su caída.
Cuando el agua iba por encima de sus rodillas sin sentir nada bajo sus pies empezó a inquietarse de verdad. Hacía ya un rato que sus botas de agua se habían acabado y empezaba a sentir cómo se iba empapando la parte alta de su falda sin que la precipitación pareciera tener un final.
El tiempo resultaba impreciso, como siempre que la mente se encuentra en un momento de emociones intensas. La superficie del charco había llegado a la cintura, pronto se encontraría de pleno con la bola de plomo del estómago de Martina. El chubasquero estaba lleno de aire y ejercía una fuerza hacia arriba que no encontraba resistencia más que en los brazos de la mujer. Martina imaginó que cuando el agua le llegara a la frente, ya sólo se vería de ella un chubasquero flotando en medio de la calle.
Echó el abrigo hacia atrás un momento y pudo ver su reflejo en el charco. Algunas partículas de agua que se formaban por su propio movimiento interrumpían la silueta creando unas ondas muy relajantes sobre la superficie de agua. Martina subió el volumen de los auriculares del teléfono para escuchar el Paranoids de Black Sabath al compás de las ondulaciones del charco. Con esto hecho, el agua ya había disuelto la materia oscura de su estómago, pero no sentía frío.
Martina pensó en sus pies, intento estirarlos para intentar captar con ellos el lecho, pero no notaba nada aún. De todos modos estaba tranquila. Si había alguien al su rededor no se había percatado de que había una mujer hundiéndose en la acera.
Seguía cayendo y el agua ya llegaba a sus sobacos. Sentía el frío en su pecho ardiendo y la paz de la falta de gravedad bajo su cuerpo. Se quitó el abrigo y dejó caer el bolso sin proponerse impulsarlo hacia alguna de las orillas. Una ráfaga de viento se chocó contra su cara apartando su flequillo un poco humedecido por el ambiente. Tres hojas de árbol, típicas en su forma, pero en distinto grado de descomposición cayeron frente a ella. Martina cogió la pequeña, muy amarillenta ya y la posó sobre la más grande, roja y robusta, para jugar a los barcos como cuando era niña.
Un instante después la mujer se echó a reír. ¡Estaba literalmente con el agua al cuello! Qué carcajadas tenía que dar Martina, como si no se hubiera reído en años y años. Su estómago vibraba y saltaba como si fuera él mismo un chiquillo jugando a dar patadas en los charcos.
Martina aún seguía riendo cuando ya no se veía su cabeza en la superficie de la Tierra. Sólo un reguero de burbujas potentes quedaban tras el cuerpo de la mujer que se hallaba ahora totalmente sumergida, feliz, desternillándose por la ocurrencia y dispuesta a ponerse a bucear porque ya había dejado de caer y su culo comenzaba a flotar. No quería emerger, y mucho menos con esa bandera por estandarte.
Miró a los lados, pero no distinguió nada que la guiara hacia ningún sitio en particular, así que, como siempre se decía “el mundo avanza de derecha a izquierda”. Y buceó en esa dirección sin que le faltara el aire en ningún momento.
Después de un rato de silencio Martina encontró un pez de acuario. El típico carpín dorado que venden en las tómbolas y que los niños nunca saben cuidar. Era pequeño y regordete. Pasó por su lado sin inmutarse, lo cual era bastante normal dado que era un pez. La mujer volvió a reír imaginando que el pez le diera los buenos días...
Al cabo de un tiempo en que Martina siguió buceando tranquilamente, apareció un foco blanco a lo lejos. Se dirigió a él, quizá porque empezaba a aburrirse, quizá porque la falta de otro punto de atención le hacía comportarse como un carpín dorado.
Unos minutos largos le costó llegar al origen de esa luz. Entonces se halló en un umbral y al otro lado se encontraba la estación de ferrocarril.
La materia densa volvió a conformarse en su estómago pues debía tomar una decisión, atravesar aquella puerta que contenía el agua como si fuese un espejo en la pared o dar media vuelta y avanzar, como los hombres, de izquierda a derecha. Martina sintió su primer escalofrío. A pesar de su edad no se sentía preparada para tomar aquella decisión y, de hecho, sentía que nunca lo estaría, ella quería ser testigo del mundo durante el tiempo que le tocara vivir.
Apoyando sus manos en la parte superior del marco y sus pies en la inferior calculó el impulso preciso para acceder al andén y salir del maravilloso charco. Un salto de unos veinte centímetros fue suficiente y apenas tres o cuatro pasos más lo fueron para situarse en la zona de espera del andén.
Miró su reloj, la hora de siempre. Pensó en su estómago, que volvía a pesarle. Ambas cosas, como si la naturaleza misma hubiera creado una reacción científica perfecta, hicieron a Martina tener un pensamiento genial, salvador, una revolución en su cuerpo. Ella había tomado una decisión sobre el resto de su vida, una mañana lluviosa en que no llovía; un día en que se había hundido en un charco y emergido en su trayecto de siempre, destruyó el miedo al futuro porque ya había encontrado el camino y ese camino era su vida, no hacía falta seguir esperando.
En ese momento llegó el tren y en ese momento Martina lloró como lo haría el resto de su tiempo, por puro placer, a veces como una niña que juega, otras como una mujer que descubre una situación absurda.

Fin.